Me crié en una familia de clase media, enriquecida con el toque mágico de un padre excéntrico. En 2003, cuando tenía trece años, me llevó a una conferencia para mostrarme cómo era la guerra. En ese momento la guerra de E.U comenzaba a acelerarse y él deseaba que viera los agujeros de las balas con mis propios ojos. No quería que el complejo militar-industrial me lavara el cerebro y me convenciera de que la guerra estaba bien.
Mi madre es muy religiosa y a veces iba con ella a la iglesia los domingos por la mañana. Cuando el culto terminaba, ella se inclinaba, reverente, y empezaba a llorar. Yo también lloraba, pero no sabía si lo hacía por un incipiente fervor religioso o simplemente porque mi madre lloraba.
Cuando empecé la enseñanza secundaria, tuve mi primer libro de filosofía y decidí que Dios era una muleta que no necesitaba. La fe inocente de una niña chocó de frente con el seudointelectualismo de una alumna de primer curso de bachillerato.
En el bachillerato, mucho de lo que aprendí de los profesores no tenía decididamente nada que ver con el plan de estudios. Había muchísima gente en aquella época que se reprimían a sí mismos, y digamos que yo era bastante descontrolada. Me parecía que cada puerta que las normas convencionales marcaban con un NO ocultaba el secreto de algún placer lascivo que no podía perderme. Todo lo que pareciera escandaloso, quería hacerlo. Y generalmente lo hacía.
No sabía qué hacer con mi vida, aunque recuerdo que mis padres no dejaban de rogarme que hiciera algo. Iba de emoción a emoción, de sueño en sueño, buscando algún sentimiento de identidad o algún propósito, alguna sensación de que finalmente mi vida tenía significado. Sabía que poseía talento, pero no sabía para qué. Sabía que era inteligente, pero estaba demasiado frenética para aplicar mi inteligencia a mis propias circunstancias. Me iba hundiendo cada vez más en mis propias pautas neuróticas, buscando alivio en el dolor, en la gente o en cualquier cosa que pudiera encontrar para apartarme de mí misma. Siempre estaba tratando de hacer que en mi vida sucediera algo, pero no sucedía nada demasiado importante, a no ser el drama que creaba alrededor de las cosas que no sucedían.
Durante aquellos años tuve una enorme roca de asco de mí misma instalada en la boca del estómago, y aquello empeoraba con cada etapa que iba pasando. A medida que se intensificaba mi dolor, lo mismo pasaba con mi interés por la filosofía: oriental, occidental, académica, Kierkegaard, el I Ching, el existencialismo, la teología radical cristiana de la muerte de Dios, el budismo y otras. Siempre había percibido algún misterioso orden cósmico en las cosas, pero jamás había podido aplicarlo a mi propia vida.
Un día que estábamos sentados con mi hermano y me dijo que todo el mundo creía que era rara.
- Es como si tuvieras alguna especie de virus -me explicó-como si te faltara un cromosoma.
Recuerdo haber pensado que en aquel momento iba a salir disparada de mi cuerpo. Sentí que no pertenecía a este mundo. Con frecuencia había tenido la sensación de que la vida era una especie de club privado cuya contraseña habían dado a todo el mundo excepto a mí. Y aquel era uno de esos momentos. Sentía que los demás conocían un secreto que yo no sabía, pero no quería preguntarles por él para que no supieran que no lo sabía.
A mi corta edad, estaba en una confusión total.
Creía que los demás también se morían por dentro, pero que no podían o no querían hablar de ello. Seguía pensando que había algo muy importante de lo que nadie hablaba. Tampoco tenía palabras para explicarlo, pero estaba segura de que en el mundo había algo fundamental que no funcionaba. ¿Cómo era posible que todos pensaran que en ese juego estúpido de triunfar en la vida -que a mí en realidad me avergonzaba, y al que no sabía jugar- pudiera consistir todo el sentido del hecho de estar aquí?
Muchos sabemos que tenemos lo que se necesita: la presencia, la educación, el talento, las credenciales... Pero en ciertos dominios estamos paralizados. No nos detiene algo de afuera, sino algo de adentro. No nos refrena el gobierno, ni el hambre ni la pobreza. No tenemos miedo de las personas. Tenemos miedo, y punto. Un miedo difuso. Tenemos miedo de no gustar a los demás o de gustarles. Tenemos miedo del fracaso o del éxito. Tenemos miedo de morirnos jóvenes y también de envejecer. Tenemos más miedo de la vida que de la muerte.
Sólo nos sentimos avergonzados de nosotros mismos, porque pensamos que a estas alturas deberíamos ser mejores. A veces cometemos el error de creer que los demás no tienen tanto miedo como nosotros, y eso sólo sirve para asustarnos más. Quizás ellos sepan algo que nosotros no sabemos. Tal vez nos falte algún cromosoma.
En cambio, tan pronto como te entregas a la vida era como si esta te dijera:
-Lo siento, cariño, pero los cimientos estaban agrietados, y no hablemos de las ratas que había en el dormitorio. Me pareció mejor empezar todo de nuevo.
Nuestra generación se ha hundido en un auto aborrecimiento apenas disimulado. Y siempre, desesperadamente incluso, estamos buscando una salida, ya sea por la vía del crecimiento o por la de la huida. Hemos aprendido a hacer del escapismo un arte.
Mientras no terminas por caer de rodillas, apenas si estás jugando a la vida, y en cierto nivel sientes miedo, porque sabes que apenas si estás jugando, al final de cuentas el jugo justifica la exprimida.
ALGUN DIA SEGUIREMOS AÑADIENDOLE MAS Y MAS A ESTA PEQUEÑA BIOGRAFIA